Un diecisiete

Entonces la noche se refugiaba entre asfaltos perpendiculares. Y entre noventa grados la lluvia era un éxodo de memorias, la gente volaba y el acero rodante eran rápidas tortugas que dejaban un hálito de luz en el viento. Ese mismo viento que era una confusión rítmica de techos, de susurros desconocidos, de verbos y del cosquilleo del agua en las luces. Y aquello era como despoblarse del tiempo, olvidar que el pasado entumece presentes y que el futuro condena días que quizás no lleguen; era el olor de la ausencia del tiempo y llenar ese infinito con esas cosas que no se sienten cuando llegan, como la lluvia que se va posando en la piel calladamente pero no deja de mojar. Y es que hay cosas que sacuden sólo cuando están lejos, y es que hay asfaltos perpendiculares que aunque no se derrumban, no existen más de una vez.

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