Ánimos de un parque o presagio de los míos

I Deslumbrada y triste

Los faroles abrieron sus ojos cuando la tarde ya se iba quitando la falda, cuando ya tenía los brazos grises como insinuación de lluvia y poco a poco, dejaba ver su cuerpo que era el tejado nocturno. Abrieron sus ojos cuando entre gradas y árboles, la nariz de la tarde se convertía en un desatino, en un sinsabor que venía subiendo por mi estómago y se me salía por los ojos hasta dar de frente con los lunares del cielo: estrellas.

Y podría obviar esas cosas con el recuerdo de alguna complicidad y una sonrisa que hasta creía en las alegrías, porque las luces disparaban lápices para dibujar remos en los pies y ciertamente era una fatalidad bella, rodeada de silencios, de flores envejecidas, de sorpresas revueltas con nostalgia de lo que luego no sería, también de luciérnagas que gritan luz y no saben que están a punto de comenzar su agonía. Entonces vuelve el lado del más puro sinsabor, como una sombra debajo de las piedras, envolviendo la quietud y esperando.

Creo que alguna certeza fatídica me quedó en los dedos, porque muchos días pasaron y toda hoja que yo recogía traía manojos de horas con ánimos tan tristes como el amanecer de los faroles; días en los que las tardes se iban quitando hasta la piel, ya no como una insinuación de lluvia, sino dejando caerse como noche llorosa. Ya lejos de ese día, podía seguir sintiendo el sinsabor bordado en mi lengua y con la certeza que una luz sólo evocaría la nostalgia de aquellas que lanzaban lápices a mis manos.

II Desgano

Yo no sé si hubo tarde o noche, como quien duerme con los ojos clavados en la pared y se queda inmóvil para enredar tiempo y memoria, para entretenerse con alguna causa perdida. Así los faroles apenas dejaban salir un aburrimiento que ya no podía actuar de tranquilidad, así veía los tejados caídos sobre los muros y no haciendo piruetas en el aire, así veía llegar la noche como si fuera sólo la espera del día, y por supuesto de otra noche. Y arrastrarse en el tiempo con todo y los ojos lánguidos.

III No tan malo, creía

El sol estallaba en palomas que herían toda rama, todo tiempo, toda tristeza. Algo se iba dibujando con borrones ópticos mientras yo pensaba en cómo llevarme gestos y bancas. Esas bancas que antes parecían cementerios varados y ahora parecían barcos de papel entonces era tan fácil hundirse en cualquier hormiga, en el aire tan suave, en el viento que trataba de decir que son posibles las heridas dulces, que una palabra huérfana era en realidad suficiente para decir un cometa de infinitos colores o saltar de una constelación a otra, que una palabra huérfana bastaba para creer que un pedazo de papel podía engordar hasta convertirse en un poliedro y entonces llenarlo de juegos o pintarlo con tantos colores como el de aquel cometa. Y entre tanto podía aparecer el cadáver de una cucaracha entonces lo inevitable de las heridas cuando las hormigas se llevan toda dulzura y sólo dejan sangre mordida y el silencio como un grito espinoso y hacia abajo de la garganta.

Volviendo al viento; trataba de decirme que siempre había estado equivocada y que siempre había tenido la razón. Porque después de todo, el parque de veras era algo así como una mezcla de intuición y condena, y que después de todo estas dos cosas no tenían que ser tan instantáneamente tristes.

IV Pero

El viento no tenía razón. No fue así.

Dormida

Quise ponerme los pies,
levantarme con un aullido vertical y absoluto;
quise atrapar algún aliento
y sentir los aviones alzar mi cabeza,
el vértigo en mis huesos.

Quise ponerme los pies,
para salir a escarbar la noche
y encontrar algún resto de compasión,
para alcanzar la vida, aunque sea lejos de aquí,
lejos del desgano que llevo entretejido,
lejos del hastío que me crece en las uñas
y es esa la hierba que se derrama en las esperas:
el fracaso.
Quise ponerme los pies para alcanzar la vida,
aunque sea lejos de aquí, lejos de mí.

Hoy cuando quise caminar abismos o astros,
casi sentí levantarme con alas feroces
mientras algo resucitaba en mi medula,
casi sentí que podía pescar algún entusiasmo
menos cruel, menos tormentoso;
casi sentí marchitar mis tropiezos
y con ellos, las flores que llueven desatinos.
Casi sentí que tenía los pies,
pero bajaron párpados y desganos:
mis huesos con el vértigo en la punta de la lengua,
mi aullido anclado en un silencio horizontal;
y entre susurro y fatalidad
algo decía que no importa la estrella que camine
o abismo que siga
o noche que escarbe,
sólo encontraría una vereda circular;
que no importa si me ponga los pies o no,
porque a medio andar un murciélago se los llevaría
y aunque un disparo optimista diera a sus alas,
y llegara al final, sólo encontraría una banca vacía e infinita,
o una pared arrugando la esperanza, que es lo mismo.

Balsa Balsa Balsa Balsa

La necesito.



Estoy muy solo y triste, acá,
en este mundo abandonado,
tengo una idea es la de irme
al lugar que yo mas quiera.
Me falta algo para ir,
pues caminando yo no puedo.
Construiré una balsa
y me iré a naufragar.

Tengo que conseguir mucha madera,
tengo que conseguir, de donde pueda.
Y cuando mi balsa esté lista
partiré hacia la locura.
Con mi balsa yo me iré a naufragar.

Aquí

Ya muchas cosas se han destruido. La casa sobre la que siempre volaban gatos, la botaron. Botaron también el recuerdo de aquel hombre que sentado en su acera, llenaba su nariz de alguna esperanza tan lejana como la lluvia que hoy buscan los gatos sin saber que ya hace mucho tiempo dejó de caer. También se han destruido algunas tardes, batallas entre nubes que terminan con arañazos violetas y naranjas, terminan derramando la noche en los faroles y los pasos. Y en una de esas tardes que iba agonizando a golpes de sombras, vi que las ventanas de aquel lugar estaban mordidas por el olvido, las quebraron, amordazaron sus muros y puertas con madera y cadenas. No sé si sabrás del lugar que hablo, el de las ventanas que cuadriculaban la piel lunar; pero basta decir que ya no es como fue y que verlo duele en la memoria.

Otras cosas se han desgastado. Los árboles están más jorobados, a veces sus muecas se pasan de tristes y el frío les raspa las ramas, entonces dejan ver sus huesos con dibujos de un enero inmóvil, de un diciembre estafándome las manos, sus huesos con garabatos de canciones y de un setiembre que se va rociando. En cambio, los rayones han crecido, hace unos días pasé por aquella calle y vi que habían muchos más, también noté que el sol le sienta mal y es mejor verla sin luz. La memoria ha engordado, aunque a veces una sombra le hiere la sangre y parece a punto de quebrarse y hacer de su cuerpo un desastre de recuerdos que no saben de donde vienen ni a quien deben tomar de la mano. Los recuerdos están todos igual de lejos, igual de cerca.

Muchas cosas no son tan distintas. De vez en cuando este lugar parece cercano a lo que fue y al dar vuelta en una esquina siento que podría girar el tiempo, arrugarlo como hoja, y encontrarme caminando en las calles que ya no son las que eran; una vez tuve tanta certeza de ese girón temporal que caminé por cada lugar posible hasta que el desvarío me llevó contra la puerta de mi casa, con los pies casi tan cansados como mi esperanza. También me engañan los olores y una ráfaga burlesca me carcome el día, no tanto como el cielo que últimamente está extraviado y yo le creo más que al calendario, entonces los meses andan sueltos y aparecen cualquier día: abril sacude una mañana y ya en la noche noviembre anda recogiendo sus pedazos. No hace falta decir que el cielo ya es un buen mentiroso y que yo vivo de sus mentiras.

Muchas cosas han sido disparatadas. Hubo una noche, o dos; de las que no recuerdo cómo estaba esa casa, ni aquel lugar, ni el cielo. No sé cómo contarte que los relojes se enredaron con las bancas vacías, que se enredaron las esquinas con un olor a versos, que este lugar se volvió una maraña, y que no sé si habían gatos volando o no, porque sólo podía ver los faroles que dejaban escapar trozos de agua revueltos con picos y alas que iban dejando caer el pueblo que había sido. Llovían pasos, oscuridades y puertas cerradas, llovían luces húmedas, risas y techos llenos de polvo y nostalgia. Entonces escuché un rasguño en el aire y vi los árboles pasar sus uñas entre el viento, los vi con sus hojas apolilladas por los días que han pasado, y supe que de los faroles no escapaban trozos de agua sino el fantasma desmembrado de este lugar. Vi de nuevo las calles ya más gastadas y las ventanas rotas.

Vendaval

Tengo medusas
entre mis costillas y mi memoria;
a veces soplan aires
que atraviesan mis ánimos,
rasguñan mis ojos,
recogen madrugadas heridas
y las sujetan a mi boca.

Antes soplaban huidas
que me ponían veleros en los pies,
yo corría hasta caer en las risas,
luego me los quitaba
para encallar al borde del atardecer,
entonces bucear entre luces,
entre versos y veredas.
Antes soplaban arcoíris
y teñían la lluvia que caía en mi frente,
como un arrullo de los faroles,
como una caricia de neblina.

Tengo medusas
que a veces balbucean vientos
y la nostalgia camina conmigo,
sin dejarme en soledad o ausencia
y veo libélulas pálidas florecer en mis manos,
huelo el sol como un recuerdo callado,
apenas, como el fantasma de una espina.

Otras veces ellas gritan vientos,
la nostalgia ya se cose a mi ropa,
mientras veo canciones destazadas
y esquinas llorando gatos
como los que antes seguía.
Las libélulas ya son enredaderas
en este desfile de huracanes
que llena el aire de mis tropiezos
y polillas imposibles,
que hacen llover callejones
con sus sombras, sus poemas,
sus estrellas en las pupilas.

Tengo medusas
entre mis costillas y mi memoria,
a veces soplan aires
que atraviesan las horas,
arrancan cielos marchitos
y los siembran en mi boca.

Amarilloazulado

Gusto por las noches
aunque ladren a los fantasmas,
por las lluvias casi perennes
aunque quiebren la luz,
por lo que parte con alas lastimeras
o el dolor que dolería más no tenerlo,
por lo amarilloazulado:
pasearse al filo de la hora doliente
y así el titubeo anímico,
dejarse bambolear por las tormentas
desde la cresta que supone un abismo,
o vagar en laberintos de olvido.

Es lo que se viene pintando
como la esperanza que da un susurro,
el entusiasmo en los talones: un camino,
un amanecer que no pende de luces
o una leve certeza de naves en las pupilas.
Lo mismo que en su cintura se va empalideciendo,
y es culpa de lo que irrumpe como rayo,
como catarata de incertidumbres,
como hormiguero de sombras.

Entonces la metamorfosis del color:
el anhelo con los labios menos rubios,
el declive de los presagios, de las treguas;
y emerge el desconsuelo,
como árbol pálido al final del camino:
frutos de derrota y soledad.
Y así, todo relámpago amarillo,
toda sonrisa tendida,
ha de terminar en un quejido oscuro,
en una mirada entrecortada,
en tejados que añoran otros tiempos,
en un pasillo triste, y azul.

Interminable

Ojalá la noche se encogiera un poco para poder dejarla bajo una piedra o se pusiera alas para que deje ese andar de tronco, tan quieta.

Porque hoy, es como destejer el mar para lazar el sol y traerlo hasta la ventana que espera, sin esperanza, que pase una bandada de barcos rociando ánimos y palabras. Como engancharse del sueño y esperar que caiga sobre los párpados, como llovizna. Ojalá, una risa la espantara y la hiciera correr hasta el amanecer.