Aquí

Ya muchas cosas se han destruido. La casa sobre la que siempre volaban gatos, la botaron. Botaron también el recuerdo de aquel hombre que sentado en su acera, llenaba su nariz de alguna esperanza tan lejana como la lluvia que hoy buscan los gatos sin saber que ya hace mucho tiempo dejó de caer. También se han destruido algunas tardes, batallas entre nubes que terminan con arañazos violetas y naranjas, terminan derramando la noche en los faroles y los pasos. Y en una de esas tardes que iba agonizando a golpes de sombras, vi que las ventanas de aquel lugar estaban mordidas por el olvido, las quebraron, amordazaron sus muros y puertas con madera y cadenas. No sé si sabrás del lugar que hablo, el de las ventanas que cuadriculaban la piel lunar; pero basta decir que ya no es como fue y que verlo duele en la memoria.

Otras cosas se han desgastado. Los árboles están más jorobados, a veces sus muecas se pasan de tristes y el frío les raspa las ramas, entonces dejan ver sus huesos con dibujos de un enero inmóvil, de un diciembre estafándome las manos, sus huesos con garabatos de canciones y de un setiembre que se va rociando. En cambio, los rayones han crecido, hace unos días pasé por aquella calle y vi que habían muchos más, también noté que el sol le sienta mal y es mejor verla sin luz. La memoria ha engordado, aunque a veces una sombra le hiere la sangre y parece a punto de quebrarse y hacer de su cuerpo un desastre de recuerdos que no saben de donde vienen ni a quien deben tomar de la mano. Los recuerdos están todos igual de lejos, igual de cerca.

Muchas cosas no son tan distintas. De vez en cuando este lugar parece cercano a lo que fue y al dar vuelta en una esquina siento que podría girar el tiempo, arrugarlo como hoja, y encontrarme caminando en las calles que ya no son las que eran; una vez tuve tanta certeza de ese girón temporal que caminé por cada lugar posible hasta que el desvarío me llevó contra la puerta de mi casa, con los pies casi tan cansados como mi esperanza. También me engañan los olores y una ráfaga burlesca me carcome el día, no tanto como el cielo que últimamente está extraviado y yo le creo más que al calendario, entonces los meses andan sueltos y aparecen cualquier día: abril sacude una mañana y ya en la noche noviembre anda recogiendo sus pedazos. No hace falta decir que el cielo ya es un buen mentiroso y que yo vivo de sus mentiras.

Muchas cosas han sido disparatadas. Hubo una noche, o dos; de las que no recuerdo cómo estaba esa casa, ni aquel lugar, ni el cielo. No sé cómo contarte que los relojes se enredaron con las bancas vacías, que se enredaron las esquinas con un olor a versos, que este lugar se volvió una maraña, y que no sé si habían gatos volando o no, porque sólo podía ver los faroles que dejaban escapar trozos de agua revueltos con picos y alas que iban dejando caer el pueblo que había sido. Llovían pasos, oscuridades y puertas cerradas, llovían luces húmedas, risas y techos llenos de polvo y nostalgia. Entonces escuché un rasguño en el aire y vi los árboles pasar sus uñas entre el viento, los vi con sus hojas apolilladas por los días que han pasado, y supe que de los faroles no escapaban trozos de agua sino el fantasma desmembrado de este lugar. Vi de nuevo las calles ya más gastadas y las ventanas rotas.

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