Dormida

Quise ponerme los pies,
levantarme con un aullido vertical y absoluto;
quise atrapar algún aliento
y sentir los aviones alzar mi cabeza,
el vértigo en mis huesos.

Quise ponerme los pies,
para salir a escarbar la noche
y encontrar algún resto de compasión,
para alcanzar la vida, aunque sea lejos de aquí,
lejos del desgano que llevo entretejido,
lejos del hastío que me crece en las uñas
y es esa la hierba que se derrama en las esperas:
el fracaso.
Quise ponerme los pies para alcanzar la vida,
aunque sea lejos de aquí, lejos de mí.

Hoy cuando quise caminar abismos o astros,
casi sentí levantarme con alas feroces
mientras algo resucitaba en mi medula,
casi sentí que podía pescar algún entusiasmo
menos cruel, menos tormentoso;
casi sentí marchitar mis tropiezos
y con ellos, las flores que llueven desatinos.
Casi sentí que tenía los pies,
pero bajaron párpados y desganos:
mis huesos con el vértigo en la punta de la lengua,
mi aullido anclado en un silencio horizontal;
y entre susurro y fatalidad
algo decía que no importa la estrella que camine
o abismo que siga
o noche que escarbe,
sólo encontraría una vereda circular;
que no importa si me ponga los pies o no,
porque a medio andar un murciélago se los llevaría
y aunque un disparo optimista diera a sus alas,
y llegara al final, sólo encontraría una banca vacía e infinita,
o una pared arrugando la esperanza, que es lo mismo.

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