Noventa y algo

Pasábamos tardes escribiendo cartas: frases aterradoras y dibujos de las criaturas que imaginábamos infernales, con copitas de agua tratábamos de llegar a la lucidez para saber el mejor punto de lanzamiento de las cartas de miedo, así el vecino no podría explicar el origen de aquel aviso de muerte o al menos el preámbulo del miedo nocturno. Así que escalábamos los escasos metros del muro que separaba las casas y desde allí dejábamos caer los papeles, con unas salpicaduras de rojo que un niño torpe vería como sangre. Pero al día siguiente, el niño se reía de su madre que creía los mensajes de otros mundos, y de nosotras también, entonces nos íbamos desilusionadas a preparar una pócima con hojas, semillas y flores; con la esperanza de encontrar secretos entre ramas.

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