Asientos rojos

La ciudad se convertía en un hormiguero de colores y movimiento, a esas horas en las que todos huyen de un día ahogado en la monotonía y buscan refugio en una noche en la que al menos la sopa tenga una sorpresa. Ella espera sentada en algún tren, espera con la boca llenita de palabras dormidas que están a punto de despertarse agitadas con el estrépito de las calles. Con el fuerte grito del tren las dormidas comienzan a cosquillear su lengua y suben y bajan, se tornan coloridas e invaden los sentidos de aquella mujer. Y siente.

Un hombre mueve su boca y cuenta alguna historia mientras se sostiene de una baranda. Pero los gestos comienzan a exagerarse: la boca se estira y se encoge arrítmicamente, unos ojos que miran paranoicos y manos que se sueltan para que el cuerpo busque el equilibrio. Cae. Cae y en el suelo el movimiento desfigura su cuerpo. ¡Y los colores! Su cabello se vuelve verde de tanta risa y el verde se esparce y se combina con los colores del tren y de la gente. La mujer mira sus manos y son tan moradas como la uvas.

El tren se queda mudo y ella siente que le hace falta sabor en la boca y un hormigueo que hace unos segundos sentía. El tren se queda como muerto, la piel se vuelve piel y la gente se comporta como la gente. El silencio llega y todos pensaron que habían tenido un micro sueño.

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